9 Llegado a Jerusalén y amistosamente acogido por el sumo sacerdote
y por la ciudad, expuso el hecho de la denuncia e hizo saber el motivo de
su presencia; preguntó si las cosas eran realmente así.
10 Manifestó el sumo sacerdote que eran depósitos de viudas y
huérfanos,
11 que una parte pertenecía a Hicarno, hijo de Tobías, personaje de
muy alta posición y, contra lo que había calumniado el impío Simón, que el
total era de cuatrocientos talentos de plata y doscientos de oro;
12 que de ningún modo se podía perjudicar a los que tenían puesta su
confianza en la santidad del Lugar, y en la majestad inviolable de
aquel
Templo venerado en todo el mundo.
13 Pero Heliodoro, en virtud de las órdenes del rey, mantenía de
forma terminante que los bienes debían pasar al tesoro real.
14 En la fecha fijada hacía su entrada para realizar el inventario de los
bienes. No era pequeña la angustia en toda la ciudad:
15 los sacerdotes, postrados ante el altar con sus vestiduras
sacerdotales, suplicaban al Cielo, el que había dado la ley sobre los bienes
en depósito, que los guardara intactos para quienes los habían depositado.
16 El ver la figura del sumo sacerdote llegaba a partir el alma, pues su
aspecto y su color demudado manifestaban la angustia de su alma.
17 Aquel hombre estaba embargado de miedo y temblor en su cuerpo,
con lo que mostraba a los que le contemplaban el dolor que había
en su
corazón.
18 De las casas salía en tropel la gente a una rogativa pública porque
el lugar estaba a punto de caer en oprobio.
19 Las mujeres, ceñidas de saco bajo el pecho, llenaban las calles; de
las jóvenes, que estaban recluidas, unas corrían a las puertas, otras subían a
los muros, otras se asomaban por las ventanas.
20 Todas, con las manos tendidas al cielo, tomaban parte en la
súplica.
21 Daba compasión aquella multitud confusamente postrada y el
sumo sacerdote angustiado en honda ansiedad.
22 Mientras ellos invocaban al Señor Todopoderoso para que
guardara intactos, en completa seguridad, los bienes en depósito para
quienes los habían confiado,
23 Heliodoro llevaba a cabo lo que tenía decidido.
24 Estaba ya allí mismo con su guardia junto al Tesoro, cuando el
Soberano de los Espíritus y de toda Potestad, se manifestó en su grandeza,
de modo que todos los que con él juntos se habían atrevido a
acercarse,
pasmados ante el poder de Dios, se volvieron débiles y cobardes.
25 Pues se les apareció un caballo montado por un jinete terrible y
guarnecido con riquísimo arnés; lanzándose con ímpetu levantó contra
Heliodoro sus patas delanteras. El que lo montaba aparecía con una
armadura de oro.
26 Se le aparecieron además otros dos jóvenes de notable vigor,
espléndida belleza y magníficos vestidos que colocándose a ambos lados, le
azotaban sin cesar, moliéndolo a golpes.
27 Al caer de pronto a tierra, rodeado de densa oscuridad, lo
recogieron y lo pusieron en una litera;
28 al mismo que poco antes, con numeroso séquito y con toda su
guardia, había entrado en el mencionado Tesoro, lo llevaban ahora incapaz
de valerse por sí mismo, reconociendo todos claramente la soberanía de
Dios.
29 Mientras él yacía mudo y privado de toda esperanza de salvación,
a causa del poder divino,
30 otros bendecían al Señor que había glorificado maravillosamente
su propio Lugar; y el Templo, lleno poco antes de miedo y turbación,
rebosaba de gozo y alegría después de la manifestación del
Señor
Todopoderoso.
31 Pronto algunos de los acompañantes de Heliodoro, instaban a
Onías que invocara al Altísimo para que diese la gracia de vivir a aquel que
yacía ya en su último suspiro.
32 Temiendo el sumo sacerdote que acaso el rey sospechara que los
judíos hubieran perpetrado alguna fechoría contra Heliodoro, ofreció un
sacrificio por la salud de aquel hombre.
33 Mientras el sumo sacerdote ofrecía el sacrificio de expiación, se
aparecieron otra vez a Heliodoro los mismos jóvenes, vestidos con la
misma indumentaria y en pie le dijeron: «Da muchas gracias al sumo
sacerdote Onías, pues por él te concede el Señor la gracia de vivir;
34 y tú, que has sido azotado por el Cielo, haz saber a todos la
grandeza del poder de Dios.» En diciendo esto, desparacieron.
35 Heliodoro, habiendo ofrecido al Señor un sacrificio y tras haber
orado largamente al que le había concedido la vida, se despidió de Onías y
volvió con sus tropas donde el rey.
36 Ante todos daba testimonio de las obras del Dios grande que él
había contemplado con sus ojos.
37 Al preguntar el rey a Heliodoro a quién convendría enviar otra vez
a Jerusalén, él respondió:
38 «Si tienes algún enemigo conspirador contra el Estado, mándalo
allá y te volverá molido a azotes, si es que salva su vida, porque te aseguro
que rodea a aquel Lugar una fuerza divina.
39 Pues el mismo que tiene en los cielos su morada, vela y protege
aquel Lugar; y a los que se acercan con malas intenciones los hiere
de
muerte.»